MENTIRAS DEL PERIODISMO
En la adolescencia, preocupado por ser el único muchacho de mi barrio que no tenía novia, me inventé una: a nombre de ella escribía apasionadas cartas de amor -- con la mano izquierda, para cambiar la letra -- y me las enviaba a mí mismo, procurando siempre que quedaran por ahí mal puestas, como por descuido, para que los mayores las leyeran y se encargaran de regar su contenido a lo largo y ancho de Arenal, el sitio donde vivíamos.
En aquellos años andaba tan ensimismado, tan elevado, que no me daba cuenta de que mi familia ya me había descubierto. Un día mi abuelo, el viejo Alberto Ramos, me bajó de la nube con una sola de sus frases lapidarias: “este muchacho tan embustero”, le comentó a uno de sus compadres, “como que va a ser periodista”. Mi abuelo, un hombre de monte adentro que escasamente leía y escribía su nombre, no tenía por qué saber que la ficción es una herramienta de la literatura y no del periodismo. De modo que no pretendía hacerse el chistoso, sino ayudarme a ver qué era lo que más me convenía para, según sus palabras, asegurar el futuro. Un par de años atrás, un reportero había llegado a Arenal para cubrir una inundación, y en su relato no dijo cuántas víctimas dejó el desastre ni cómo se llamaba el río que se desbordó, pero en cambio habló con lujo de detalles de una familia de damnificados que había improvisado su vivienda en la copa de un árbol. Una familia que, por supuesto, no existía. La conclusión de mi abuelo era lógica: si el asunto consistía en mentir, yo le sacaba una cabeza de ventaja a aquel reportero y, por tanto, podía ser mejor periodista que él.
Con el tiempo he comprendido que mis mentiras de la infancia y de la adolescencia se debían en gran parte al deseo de contar hechos que llamaran la atención de la gente. Menos mal que, por lo menos como periodista, entendí a tiempo que la realidad también podía dotarme de ese tipo de historias. He dicho que el reto del buen cronista no es embellecer o afear la realidad con datos falsos, sino descubrir lo sorprendente que tiene por dentro. Y ser capaz de crear buenos relatos con base en esa realidad, así parezca chata algunas veces. Siempre ha habido gente que se aparta de este principio elemental, en especial antes, cuando muchos reporteros inventaban personajes, situaciones y hasta noticias, con la garantía de impunidad que les proporcionaba la deficiente comunicación de nuestra aldea global. El lema en aquellos años parecía ser el siguiente: “No dejes que la realidad te arruine una buena historia”.
Algunos suponían, como mi abuelo, que las adulteraciones eran lo de menos, siempre y cuando estuvieran revueltas con algunos elementos ciertos. Inclusive se pensaba –- ironías de la vida -- que la mentira podía ser una herramienta útil de la verdad. Se consideraba que inventarse a un pobre no era mentira, ya que los pobres existían. O que crear en el reportaje a un alemán que se afeitaba con jugo de duraznos no era ningún pecado, pues al fin de cuentas el personaje hacía más creíble el drama que vivía Caracas debido a la sequía.
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¿Por qué mienten algunos periodistas? ¿Por qué la realidad les parece plana y quieren corregirla? ¿Por ocultar una verdad que le hace daño a sus intereses y a los de sus patronos? ¿Por negligencia? ¿Por física torpeza? ¿Por una mezcla de todas estas causas? Algunos piensan, como el bromista de Mark Twain, que la verdad es tan valiosa que hay que ahorrársela. No se necesita ser experto para darse cuenta de que muchos ejercen la profesión en espacios en los que hay más espejos que ventanas y, por tanto, gastan más tiempo contemplándose a sí mismos que viendo a los demás. No escuchar al otro es siempre una forma efectiva de cerrarle la puerta a la verdad. Aquí caben, por ejemplo, esos periodistas que, según Bill Kovach, seleccionan a sus fuentes con el único fin de que expresen lo que en realidad no es más que su propio punto de vista, y a continuación utilizan una voz neutral para darle visos de objetividad. Esta – añade el autor– es una forma del engaño. Pero hay otras, menos sutiles. Hace pocos años nos conmovimos en Colombia con la noticia de una familia bogotana tan pobre que comía sancocho de periódicos viejos. El hecho resultó falso, pese a que lo vimos una y otra vez por televisión. ¿No se suponía que la falta de comunicación era lo que creaba el clima apropiado de impunidad que les permitía a nuestros antecesores falsear la realidad? Pese a que la cámara nos volvió testigos de esta historia, pese a que oímos el testimonio de la señora y vimos la olla con la sopa triste, caímos en la trampa. ¿Por qué añadirle a nuestra pobreza, que ya de por sí es un drama tremendo, tamaña mentira tan burda?
El periodista polaco Ryszard Kapuscinski, en el libro “Los cinco sentidos del periodista”, plantea una hipótesis que podría servirnos como respuesta: tras el ingreso del gran capital a los medios masivos, la verdad se convirtió en un valor subordinado a lo interesante o lo que se puede vender. “Hoy”, advierte Kapuscinski, “el soldado de nuestro oficio no investiga en busca de la verdad sino con el fin de hallar acontecimientos sensacionales que puedan aparecer entre los títulos principales de su medio”.
En estos tiempos existe la tendencia a convertir la realidad, incluso la más funesta, en entretenimiento. De hecho, el periodista Yamid Amat interrumpió hace unos años la programación de su canal, para anunciarle al público que tenía lo que él llamó “unas imágenes espectaculares” del terremoto del Eje Cafetero, el mismo que causó cerca de mil muertes y dejó unos 200 mil damnificados. Así que no le falta razón a quien advirtió que si Jesucristo resucitara hoy no sería noticia sino tema para un reality.
Este empeño de convertirlo todo en farándula no sólo es de mal gusto, sino que constituye una forma de la mentira: crea la sensación de que el contrapeso de la muerte no es la vida sino el circo, revuelve –sin ningún contexto– la lentejuela con el desastre, convence al incauto de que quien grita tiene carácter y quien protagoniza escándalos fáciles es un irreverente. Eso de poner frente a nuestros ojos un carrusel de masacres, de mezclar la histeria de la muerte con la histeria de los goles, y después mostrarnos un desfile de mujeres semidesnudas, como si creyeran que así nos garantizan un final feliz, me parece una manera bastante perversa de ejercer el periodismo. Le escamotea a la gente el verdadero sentido de la realidad y, si me lo permiten, de la verdad. Recuerdo ahora, por ejemplo, el caso de un periodista de Caracol Televisión que andaba de un lado al otro con sus cámaras, y al parecer nadie le dijo cuáles eran los límites entre su propia vida y el resto del país. Aquello era un insufrible streap tease diario: el tipo nos contaba cómo durmió, si le dolía el cuello o la pantorrilla, si soñó con manzanas o con uvas, y no nos conducía hacia la realidad sino que nos impedía llegar a ella, porque se atravesaba como estorbo en todas las situaciones que debía mostrar: cantaba a dúo con los músicos populares a los cuales entrevistaba, o metía una cuchara, de manera grotesca, en el guiso que preparaba una cocinera de La Guajira, y lo probaba ante las cámaras. Su inclusión en el relato no tenía intenciones narrativas serias, sino que era un alarde farandulero que nos privaba de conocer lo que ocurría más allá de sus narices. Esa es una mentira muy generalizada en estos tiempos.
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Otra mentira consiste en creer que el buen periodismo es sólo aquel que descubre ollas podridas. En sociedades con una justicia tan precaria los medios tienen la tentación de erigirse en jueces. Ciertamente, la labor de fiscalización de los funcionarios públicos es un deber importante. Lo malo es reducir el periodismo a eso, olvidando que hay historias relacionadas con la cultura popular: juglares, bogas, fiestas, tradiciones. ¿Y dónde dejamos la vida de la gente común y corriente? Deberíamos dejar la obsesión por lo interesante y empezar a pensar en lo necesario. El buen periodismo debe ser también una posibilidad de construir memoria. Creo que un cronista debe asumir el compromiso de narrar de la mejor manera posible su entorno y su época. Su agenda debe ir más allá de las noticias de la gran prensa: hay que buscar la vida que no nos quieren contar los medios, la de la gente excluida por no tener poder o por no ser víctima de las tragedias.
Durante una entrevista que le hice, Javier Darío Restrepo planteó varios cuestionamientos al periodismo que se está haciendo hoy en Colombia y otros países de América Latina. Uno de ellos es que se trata de un periodismo estancado en el presente. No indaga en el pasado para buscar el contexto de los hechos, ni se pregunta lo que podría suceder en el futuro. Pareciera existir, decía Restrepo, un desprecio por todo lo que está más allá de la inmediatez. Recuerdo que cuando llegamos a este punto él citó a John Tebbel, uno de sus autores preferidos: “Noticia no es lo que ya pasó sino lo que pasará”.
Pocos días antes de nuestro encuentro, Javier Darío había visto en un noticiero de televisión la información sobre un nuevo desastre provocado por los arroyos de Barranquilla, y mientras transmitían la noticia, tuvo la sensación de que estaba recibiendo la misma historia del año pasado, la misma del año antepasado, la misma de hace treinta años. Aquella era, en realidad, una crónica ambulante trasteada de un año al otro con absoluta desfachatez, en la que apenas cambiaban los nombres de las víctimas. Aparte de las lamentaciones de siempre, grabadas en primer plano para que resultaran más aparatosas, no había una sola voz que dijera lo que debería hacerse para que los arroyos no sigan matando a la gente. ¿A quiénes les corresponde impedir estas calamidades? ¿Por qué no han cumplido con sus responsabilidades? ¿Cuándo las van a cumplir?
En esa charla Javier Darío insistió en que tenemos un sentido de la realidad muy limitado. Nos preguntamos, como Shakira, dónde están los ladrones, pero jamás averiguamos hacia dónde iremos si seguimos en manos de los ladrones que estamos mostrando. Por eso él proponía darles más espacio a los buenos periodistas narrativos, aquellos que saben reflejar lo esencial a través de las atmósferas. Quiero terminar mi intervención con una de las frases más interesantes que le escuché a Restrepo aquella tarde: “Ninguna verdad será completa mientras no esté bien contada. Ya nos han dicho un millón de veces lo que está pasando. Ahora el reto es empezar a descubrir lo posible”. Muchas gracias.
· Cronista colombiano. Ha escrito para las revistas de periodismo narrativo de América Latina, tales como SoHo, El Malpensante y Etiqueta Negra. salcedoramos@gmail.com
Tomado de la newsletter Bolpress, de Bolivia. (http://www.bolpress.com/art.php?Cod=2006121405&PHPSESSID=92c466f868fb2c78ee81e9ed9786b52b)